lunes, 21 de mayo de 2007

En el recuerdo - La güera Lía, una obra de arte

Un estilo camionero en la deslumbrante anatomía de una mujer.

A Martiniano Arce le llevó cuatro horas convertir a Lía Crucet en un monumento al filete.

Era una fiesta. Y habría que contarla: ahí está la güera Lía Crucet hecha un paisaje. Y ahí también Martiniano Arce, su pincel haciendo pases de magia sobre el cuerpo colosal. La obra del artista sobre la obra de la naturaleza. En la opulentísima figura de la mujer, un universo de colores, ornamentos y líneas sinuosas de infinitas vueltas.
Alguna vez Martiniano Arce dijo que no volvería a hacer figuras efímeras, como las que realizaba en camiones, porque "son obras que se pierden con el tiempo". Pero esta vez no pudo resistir la tentación. Seducido por la idea de volcar su fantasía de filetes en el cuerpo de una mujer, accedió pintar a la Crucet.
Su casa fue el lugar elegido para hacer el trabajo. Ese caserón de San Telmo que respira en cada rincón el arte de su dueño: en las mesas, la estufa, el aparador y hasta en la plancha reposan los pájaros fantásticos, las flores de enigmáticas formas, los botones, los ornatos del barroco trepados al tallo de una hoja y los finos filetes, que nacen del genio del artista. En las paredes, sus naturalezas muertas, sus obras realistas y, por supuesto, el rostro de Carlitos Gardel con el característico fileteado, ese arte crecido en las calles de Buenos Aires con la misma cédula de identidad que el tango, al que Arce, con elementos de su expresión, supo darle una perspectiva distinta.
Cuatro horas le llevó a Martiniano pintar el cuerpo de Lía. Los eléctricos colores de la pintura acrílica pasaron de la paleta a la piel de la mujer, para transformarse en arte. No fue fácil. Del entusiasmo de los primeros momentos se pasó al cansancio inevitable por el transcurso del tiempo. Pero artista y modelo soportaron a pie firme. En la habitación, apenas calefaccionada por una pequeña estufa eléctrica, todo era desorden: Por un lado, la mesa repleta de pomos y manchas de pintura, donde el pintor había desplegado todos sus elementos; por el otro, los focos que el fotógrafo había ubicado estratégicamente, para hacer las tomas del avance del trabajo, no dejaban lugar para moverse.
Mientras tanto, los pinceles recorrían el cuerpo de la vedette, quien, obligada a permanecer inmóvil, sólo torcía el brazo para llevarse un cigarrillo a la boca, o inclinaba la cabeza para leer las estrofas que Hamlet Lima Quintana le dedicara a Martiniano Arce, y que figuraban en ese cuadro mal colgado: "Aquí está Martiniano y su filete/ pintado en la alegría de una calle/ que puede ser Corrientes o Lavalle/ Tacuarí, Humberto Primo o Migueletes."
La diestra mano de martiniano estaba a punto de culminar un trabajo. No un trabajo más: su arte se había posado sobre los dones naturales de una mujer. Desde luego, no una mujer más: Lía Crucet. Y ella feliz, finalmente, con el paisaje singular que vestía.
Fue torazo en rodeo ajeno, Martiniano Arce. Cuatro horas y un ratito duró la experiencia. Tiempo durante el cual –y aquí se descubre su personalidad- ni le llegó a temblar el pulso. Hombre ducho en estos secretos artilugios del arte, simplemente cerró su labor con una última pincelada y una visón muy lejana, muy a lo pintor, de lo que había hecho: "Qué bárbaro", musitó. Y no se supo si se refería a su obra o si en ese instante de lucidez recapacitó acerca de la mujer tremenda que había terminado de pintar. Nada más que una duda.

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